12 de mayo de 2020 | Silver Spring, Maryland, Estados Unidos | Por Stephen Chavez
Si el coronavirus no hubiera acaparado las noticias por los últimos dos meses, tal vez habríamos tenido tiempo de observar en forma más apropiada el 50° aniversario del Día de la Tierra, el 22 de abril.
Sé que para muchos, el Día de la Tierra (del Planeta Tierra, o de la Madre Tierra, como se llama en algunos lugares) lleva consigo una carga de connotaciones mayor que la de un super tanque de petróleo crudo procedente del Oriente Medio. Pero para la gente que cada semana celebra al Creador y a su creación “buena en gran manera”, es totalmente apropiado citar el progreso logrado durante los últimos 50 años para restaurar el aire y agua puros, la energía sostenible y la igualdad económica.
Habiendo crecido en el sur de California en las décadas de los 1960 y 1970, recuerdo muy bien la contaminación ambiental que envolvía la cuenca de los Los Ángeles y la región tierra adentro del llamado “inland empire” de San Bernardino. Al arribar a mi casa en mi bicicleta, después de la escuela, muy frecuentemente me tiraba sin más sobre la cama, con los pulmones ardiendo por el efecto del esmog.
Cincuenta años atrás, el indiscriminado uso de pesticidas puso en riesgo enteras especies de aves y animales. Sustancias químicas fueron arrojadas inapropiadamente sobre terrenos permanentemente contaminados e hicieron que “se incendiaran” los ríos. El reciclaje era una idea excéntrica, totalmente innecesaria en un país de “ilimitados” recursos naturales.
Esa imagen de la Tierra, vista desde el espacio, como una pequeña esfera azul y gris, tal vez haya sido parta del ímpetu para recordarnos que el planeta requiere de nuestro cuidado. Ciertamente no fue una sorpresa para aquellos de nosotros que recordamos las palabras del Génesis: “Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera” (Gén. 1:31).
La Biblia dice también acerca de nuestros primeros padres: “Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. . . Jehová Dios. . . lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo cuidara” (Gén. 2:8, 15).
Eso no significa que todos debemos ser jardineros, o siquiera tener esa habilidad. Significa simplemente que, por el momento, “este mundo es nuestro hogar” y que es nuestra responsabilidad, como hijos de Dios, preservar este planeta como buenos mayordomos
Los últimos 50 años han sido de gran progreso en cuanto a cuidar de nuestro planeta. La contaminación del aire ha disminuido en la mayoría de las ciudades de Norteamérica, Europa, y el Pacifico Sur. El sistema de reciclaje está en marcha, reduciendo con ello la necesidad de usar recursos naturales no renovables. La energía generada por el viento, la solar y la hidráulica, se hacen cada vez más accesible, más eficiente y menos costosa. Las corporaciones multinacionales se afanan por reducir el impacto medioambiental negativo. Todas estas son cosas que los creacionistas podemos celebrar.
Sin embargo, podemos hacer más.
Vastas poblaciones en países en desarrollo tienen muy poco acceso al agua potable y al aire no contaminado. Y no hay excusa por los desechos y basura que ensucian nuestras costas, ríos, arroyos y carreteras. Pero las aparentemente pequeñas e insignificantes acciones se van sumando; tales como caminar, ir en bicicleta o usar el transporte público en vez de conducir el propio vehículo; uso de bolsas reusables de tela para hacer las compras y botellas también reusables para el agua, en vez de las de plástico; donar tiempo cada semana para recoger basura en la calle o en la carretera.
No necesitamos creer en el calentamiento global para estar conscientes de la devastación causada por los fuegos incontrolados que consumen casi todo lo que encuentran en su camino; de los tifones y huracanes que dejan a su paso enormes huellas de destrucción. Tal vez son simplemente parte de lo que significa vivir en un planeta maldecido por el pecado. Pero, así como Cristo nos redimió para restaurar en nosotros la imagen de Dios, nuestro cuidado de este planeta demuestra nuestra entrega y dedicación a vivir su voluntad en su “buena en gran manera” creación.
No necesitábamos un Día de la Tierra para decírnoslo; pero, durante 50 años, ha sido un útil recordatorio.
Stephen Chavez es editor asistente de Adventist Review.
Traducción – Gloria A. Castrejón