Lo que las recientes erupciones de La Soufrière me hicieron recordar acerca de nuestra jornada espiritual.

21 de abril de 2021 | San Vicente y las Granadinas | Por Mineva Glasgow, para Adventist Review

El 9 de abril, de 2021, la airada, llameante, rugiente y abrasadora bestia salvaje del volcán La Soufrière, despertó violentamente después de un sueño más bien tranquilo a través de los pasados 40 años. De pronto y casi sin advertencia, amenazantes y estruendosos truenos sobrecogieron mi hogar isleño en San Vicente. Centellantes relámpagos envolvieron la atmósfera, iluminando el cielo, mientras arroyos de abrasadora, ardiente, explosiva, mortal y tóxica magma del volcán La Soufrière, se precipitaban montaña abajo. Como si esto no fuera poco, colosales columnas de embravecido humo gris, negro y anaranjado, se elevaron disparadas desde el cráter, cubriendo luego la isla de cenizas.

Para aquellos demasiado jóvenes para recordar 1979, las espectaculares nubes de ceniza en forma de hongo, desplegándose en el aire, eran todo un espectáculo. Pero para aquellos que entendieron las implicaciones, aquello señalaba severos peligros de salud, pérdidas económicas, destrucción de nuestro ecosistema y daños en nuestras viviendas, infraestructura, agricultura, tierra y carreteras. Más aun, la erupción en esta ocasión agrava cruelmente la ya de por sí terrible situación por la actual pandemia mundial.

Los riesgos económicos y de salud se complican y agravan por el desplazamiento de las personas que viven en los lados noreste y noroeste de la isla, en las inmediaciones del volcán señaladas como  zona “roja” o de “peligro”. A pesar de las preliminares advertencias dirigidas a las personas en esas zonas durante el estado eruptivo del volcán, muchas personas no atendieron las advertencias de prepararse. Como consecuencia, el jueves 8 de abril, justamente un día antes de la explosiva erupción, cuando se lanzó la orden oficial de evacuación, muchas personas se encontraban “durmiendo” mientras eran forzadas a abandonar la comodidad de sus hogares a fin de buscar refugio en zonas más seguras. Una amiga mía en Chateubelair, un pueblo norteño en las laderas del volcán, me contó su historia:

“Me encontraba en la montaña, atendiendo mis animales, cuando escuché truenos. Pensaba que iba a llover, pero cuando miré hacia arriba, inmediatamente vino a mi mente la experiencia de 1979. Me apresuré a regresar al pueblo. Al llegar ahí, el lugar parecía un pueblo fantasma. Muchos de los residentes se habían ya retirado la noche anterior en embarcaciones que el gobierno había enviado para evacuarnos. La gente saqueó, robó nuestros animales y entró a nuestras casas. Yo decidí que eso no debería pasarme nunca más a mí, así que me quedé por un tiempo. Afortunadamente para mí, fui capaz de abordar un autobús escolar que regresó para  llevar a cualquier residente que hubiera quedado rezagado. Subí al autobús con solamente una bolsa en mi mano, pero gracias a Dios, estoy viva para contar la historia. Dios es bueno”.

A pesar de su confianza en la bondad de nuestro Dios, me he quedado con una interrogante. Si te gustan las parábolas, tal vez sepas a la que me refiero. Estoy pensando en una que Jesús contó acerca de 10 damas de honor. Todas las vírgenes sabían que venía el esposo —similarmente a los habitantes de San Vicente que sabían que La Soufrière no iba a dormir por siempre. Sin embargo, algunos de nosotros, como algunas de esas damas de honor, estábamos más preparados que otros al presentarse el drama real. Y aunque Dios es misericordioso y no desea que ninguno de nosotros se pierda la eternidad con él, (2 Pedro 3:9), no hay ninguna garantía de que vendrán embarcaciones a recoger a los dejados atrás después de que arribe Cristo, el Esposo, y el cortejo nupcial se aleje. No habrá tales embarcaciones; o nos iremos con él cuando venga, o nos quedaremos rezagados para siempre: “Por lo tanto, manténganse despiertos, porque no saben qué día vendrá su Señor” (Mateo 24:42).

Y ese consejo es una advertencia que no solamente tiene que ver con elección del tiempo oportuno; tiene que ver también con actitud. Algunos de entre los poco más de 110,000 habitantes de mi país isleño, viven en la “zona de peligro”, llamada también “zona roja”. Mi amiga de Chateaubelair se niega a mudarse, lo cual en gran manera pone en peligro su vida, siendo que no puede predecir en forma precisa los ritmos de la montaña. Sería muy bueno poder saber cuándo su reloj de tiempo va a tocar alarma la siguiente vez. Pero una actitud de atención constante es mucho más útil.

Y una verdad más en cuanto a poner nombre a las diferentes zonas. Si San Vicente tiene una “zona de peligro”, ¿significa eso que tiene también “zonas se seguridad”? Si las cenizas arrojadas por La Soufrière caen día y noche sobre Barbados, a unos 180 kilómetros de San Vicente, ¿en dónde es “seguro” en San Vicente, en donde ninguna población se encuentra a más de 32 kilómetros del volcán? Y si Satanás, el enemigo de Jesús y de nosotros, se describe a sí mismo como “rondando la tierra y recorriéndola de un extremo al otro” (Job 1:7), “buscando a quién devorar” (1 Pedro 5:8); entonces, ¿qué tipo de personas debemos ser todos nosotros? Deberíamos vivir “como Dios manda, siguiendo una conducta intachable y esperando ansiosamente la venida del día de Dios” 2 Pedro 3:1112) y anunciando su venida.

Creo que el vivir bajo la amenaza de La Soufrière me ha enseñado algunas cosas.

Mineva C. Glasgow, ex subdirectora de National Insurance Services, en San Vicente y las Granadinas, es autora y profesora universitaria adventista del séptimo día, que ha prestado sus servicios a la iglesia tanto localmente, como en todo el Caribe.

Traducción – Gloria A. Castrejón

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