Experimentando el poder de Dios en el control propio

19 de septiembre de 2023 | Maryland, Estados Unidos | DeWitt S. Williams para Adventist World Magazine

Nací en el seno de una familia adventista justamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Mi familia no conocía todos los principios de salud que sé ahora; pero aquellos que sí conocíamos, los practicamos diligentemente. Consumíamos muchas frutas y vegetales, bebíamos suficiente agua y obteníamos nuestro ejercicio a través de la ardua labor. No consumíamos carnes inmundas, pero teníamos carnes limpias en casi cada comida. Nunca consumíamos bebidas alcohólicas ni cafeína, así que nunca fumé cigarrillos o consumí drogas. Me siento agradecido por haber sido criado conociendo esos principios de salud y por seguir esos hábitos saludables.

Lo que no sabía

Pero entre las varias cosas que mi familia no sabía estaban lo dañino de consumir mucha azúcar y la bendición de una dieta vegetariana. Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre preparando el refresco para nuestras comidas. Todavía puedo ver en mi mente la bolsa de más de dos kilos bajo el brazo de mi padre, con el torrente de azúcar vaciándose sobre la gran jarra llena de agua y hielo y luego revolviendo el contenido hasta producir un delicioso líquido helado. Cada uno se bebía dos o tres vasos de refresco helado juntamente con la comida. Para el desayuno, devoraba una buena porción de Frosted Flakes, después de haberle añadido dos o tres cucharadas de azúcar. Lo que más nos gustaba era ese blanco residuo empalagoso que quedaba en el fondo del plato, compuesto de leche y azúcar. Pero nosotros no sabíamos que nos estábamos dañando a nosotros mismos. Simplemente vivíamos de acuerdo a lo que sabíamos.

Había en nuestra iglesia local Ebenezer, en Filadelfia, una sola persona totalmente vegetariana (vegana). La conocíamos con el nombre de Hna. McCloud (en ese entonces los jóvenes no conocíamos el primer nombre de las personas adultas). Ella preparaba un delicioso helado de soya en los ardientes veranos, un seguro camino a los corazones de todos nosotros. La Hna. McCloud tenía la suficiente edad como para ser mi abuela, pero estaba llena de energía. En una ocasión, cuando mi padre estaba subiendo los cuatro tramos de escaleras desde el sótano hasta el ático de la iglesia, la Hna. McCloud lo pasó a toda velocidad y lo estuvo esperando en el ático. Fue su energía lo que convenció a mi padre, quien realizaba labor manual para ganarse la vida, de convertirse en vegetariano.

Mi padre fue el primero en convertirse en vegetariano. A mí me tomó décadas para finalmente llegar a serlo. Me encantaba la carne. Cuando me uní al Departamento de Salud y Temperancia de la Asociación General en 1983, como director asociado, mi supervisor, el Dr. Mervyn Hardinge, me dijo que deseaba que leyera el libro Ministerio de Curación, de Elena G. White. Yo había crecido leyendo los libros de la Hna. White. Pero no había leído ese.

Mientras leía con oración El Ministerio de Curación, tuve la fuerte convicción de que debía convertirme en vegetariano. Estaba en los primeros años de la década de mis cuarenta años. Tuve qué luchar al principio y me preguntaba si poseía el suficiente control propio. El texto bíblico que mantenía presente en mi mente era: “Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom. 12:1). Decidí que el ser aceptable a Dios sería mi más alta prioridad.

Victorias a través de Cristo

Poco después de haber tomado la decisión de ser vegetariano, se me invitó a hablar en una reunión campestre. Hablé durante el servicio del sábado acerca de mis experiencias como misionero en África. Había muchas personas que deseaban hablar conmigo después de esto, lo que retrasó mi visita a la casa de un hermano en donde sabía que me esperaba una comida.

Cuando finalmente llegué a la casa donde iba a comer, me di cuenta de que estaba en problemas. La carne a la parrilla despedía un aroma irresistible. Los invitados estaban comiendo con tanto gusto y deleite, Me fui al cuarto de aseo, me lavé las manos y oré fervientemente porque Dios me diera el poder y control propio para resistirlo, Seguramente estuve ahí por mucho tiempo, porque mi esposa vino, tocó la puerta y me preguntó por qué estaba tardando tanto. Le conté acerca de mi dilema y le pedí si podía orar conmigo y por mí. Oramos juntos en ese cuarto de baño porque Dios me diera el poder y el control propio para permanecer vegetariano. No sé lo que sucedió, pero cuando salí de ese cuarto de baño, ya no sentía el deseo de comer ninguna carne.

Poco sabía que el Señor me iba a guiar todavía a otro ajuste de salud. Cuando cumplí 76, pesaba casi 91 kilos y me había convertido en diabético. Me topé con varias declaraciones de la Hna. White aconsejando solamente dos comidas al día. Había estado tomando tres comidas al día toda mi vida. Pero, como sucedió con la carne, oré en busca de fortaleza para hacer lo que creía que Dios deseaba que hiciera. Comencé a consumir solamente dos comidas al día en vez de tres. No siempre fue fácil, y muy rápidamente me di cuenta de cuánto me gustaba comer y contar con cada comida; pero Dios me ayudó y muy pronto me acostumbré a ello. Oré también por fortaleza especial para dejar de consumir azúcar, que era mi mayor debilidad. Reemplacé galletitas y panes dulces con dátiles, pasas de uva y otros alimentos dulces saludables. Aprendí también a no comprar productos azucarados y traerlos a casa, en donde representarían una tentación constante.

En muy poco tiempo perdí más de 13 kilos. Y lo más increíble fue que ya no tuve más diabetes. Bajo la supervisión de mi médico, fui capaz de descontinuar las medicinas para la presión arterial, el colesterol y el estrés, que había estado tomando por años. Para mí, ¡eso constituyó un verdadero milagro!  Necesitamos conocimiento, pero el conocimiento no es suficiente: el apóstol Pedro nos aconseja que debemos añadir a nuestro conocimiento el control propio (2 Pedro 1:5, 6). La temperancia o control propio es un fruto del Espíritu y un don procedente de Dios (Gál. 5:23). Dios está dispuesto a darnos este don si se lo solicitamos. Necesitamos el poder que viene de lo alto para ayudarnos a implementar nuestro conocimiento. Gracias a Dios porque él “no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de poder, de amor y de dominio propio (2 Tim. 1:7, NVI).

Traducción – Gloria A. Castrejón

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