Cuando nos rendimos a él, Dios hace el resto.

30 de octubre de 2024 | Silver Spring, Maryland, Estados Unidos | Howard Williams – Adventist Review

Ocurrió una tarde en el otoño de 1974. Mi padre invitó a mi joven esposa a venir a su casa para conocer a una familia que estaba involucrada en la obra misionera en Colombia. Colombia. Yo deseaba ser un misionero, así que aceptamos la invitación. Para hacer breve esta larga historia, aproximadamente un mes y medio después de lo anterior, nos encontrábamos ya en Colombia trabajando como voluntarios por ese invierno.

Siguiendo las instrucciones recibidas, no llevamos con nosotros mucho dinero en efectivo; más bien, les pedimos a mis padres que nos enviaran un cheque cada dos meses, el cual podíamos hacer efectivo en la oficina de la asociación en Bogotá. El primer cheque llegó cuando ya estábamos bajos de fondos financieros, así que tuvimos qué hacer el largo viaje a la ciudad capital, llegando ahí ya con solamente unos cuantos pesos. Anteriormente, al abrir el sobre con el cheque, lo había colocado en el bolsillo de mi camisa mientras leía la carta adjunta. Al siguiente día, cuando le pregunté a mi esposa en dónde estaba mi camisa, me dijo que la había lavado en el río y que estaba colgada, secándose en el tendedero de la ropa. Cuando le presentamos al cajero el cheque, lo miró y nos informó entonces que el banco no iba a aceptar ese cheque, por el daño que había recibido un dígito. A nosotros nos parecía que estaba bien; pero no pudimos convencer al cajero de lo contrario.

Total sumisión

Salimos del edificio y nos sentamos en los escalones de la oficina de la asociación para procesar el apuro en que nos encontrábamos. Y ahí estábamos; dos jóvenes rurales en una ciudad de más de tres millones de personas. No conocíamos a nadie. Ni siquiera teníamos dinero para comprar la cena de esa noche. Mientras luchábamos en nuestra mente con la seriedad de nuestra situación, mi esposa comenzó a llorar y, cuando un caballero bien vestido pasó a nuestro lado, estoy seguro de que mi rostro también se veía muy desconsolado. Al ascender el último escalón, el caballero se volvió y nos preguntó: “¿están bien, chicos? Y entonces le contamos nuestra historia envuelta en algunas lágrimas. “¡No se preocupen!”, nos contestó. Denme unos cinco minutos y los llevaré a mi casa. Pueden quedarse ahí hasta que les llegue más dinero, De paso, soy Henry Niemann, el presidente de la asociación”.

Nos llevó a su casa, nos trató como a sus propios hijos, nos prestó algún dinero para desplazarnos por la ciudad y hasta nos invitó a acompañarlo en algunos viajes para ver el campo.

Esta experiencia fue todo un punto de inflexión en nuestras jóvenes vidas. Hasta ese momento, Dios era únicamente teórico. Ahora su cuidado hacia nosotros se volvió real. Dios había atendido inmediatamente la mayor necesidad que jamás habíamos experimentado. Cuando regresamos a casa, lo hicimos solamente un breve tiempo antes de que nos involucráramos en un grupo familiar de estudio de la Biblia. En la primera noche aprendimos que la primera razón por la que habíamos batallado tanto en nuestra jornada con Dios, era porque nunca habíamos sometido totalmente nuestras vidas a su dirección y guía. Esa misma noche, en casa y de rodillas, hice justamente eso.

Pasaron unos cuantos meses y supe a través del pastor Niemann, que estaba haciendo planes de iniciar una academia de internado agrícola en donde estudiantes pobres podían asistir y trabajar para cubrir los gastos de su colegiatura. El lugar en donde el pastor deseaba adquirir el terreno era casi selva virgen y había que desbrozar todo el sitio a fin de que se pudiera sembrar en él. Se preguntaba si nosotros estaríamos interesados en ayudar en ese proyecto, siendo que yo tenía un trasfondo de operador de equipo de explotación forestal. Si aceptábamos, él vería que se tramitaran para nosotros las visas requeridas.

¡Estaba muy emocionado! No hay muchas oportunidades para que personas con esta experiencia vayan al campo misionero. Al considerar el plan, se me ocurrió que ellos iban a necesitar un buen buldócer para hacer todo ese desbrozamiento. El negocio de explotación forestal de nuestra familia poseía tres de estas máquinas. Con todo entusiasmo abordé a los otros socios con la pregunta: “¿Considerarían ellos donar una buldócer a la asociación en Colombia? Yo no estaba proponiendo la más nueva, sino la siguiente de la más nueva. Me quedé sorprendido cuando ellos insistieron en que, si le iban a dar a Dios una de estas máquinas, tenía que ser la mejor de ellas. Todos estuvieron de acuerdo. Inmediatamente le escribí una carta al pastor para darle la noticia.

El plan de Dios

Unas dos semanas más adelante, la junta directiva de la asociación se reunió y, uno de los puntos de agenda de ese día era si se debía proceder o no proceder con el plan de la escuela agrícola. No todos los miembros de la junta estaban de acuerdo con el plan y la discusión se prolongó hasta la hora del almuerzo. “Caballeros”, dijo el pastor Niemann. “Dejemos la discusión hasta después del almuerzo. Vayan a casa, oren por este asunto y después del almuerzo tomaremos el voto final”.

Cuando el pastor Niemann pasó por el vestíbulo de la oficina de la asociación después del almuerzo, la recepcionista le llamó para decirle que había recibido una carta procedente de los Estados Unidos. Al entrar en su oficina, abrió la carta que yo le había enviado y la leyó. Cuando se reanudó la sesión de la junta directiva, el pastor Niemann tenía algo qué decirles. “Hermanos”, les dijo. “Tengo una carta que deseo leerles. Después de leerla para ustedes, tomaremos el voto. Después de esas palabras, les leyó la carta. Todo quedó en silencio por algunos minutos. Luego solicitó el voto. Fue un unánime SÍ.

No pudieron nunca conseguir visas para mí y mi esposa; pero la escuela se construyó sin nosotros. Y en lo que se refiere a la donación del buldócer, nunca se pudo encontrar una forma de hacerlo llegar ahí. El punto es que Dios no necesitaba nuestro buldócer ni a nosotros. Todo lo que necesitaba era que yo les escribiera una carta ofreciéndoles donar un buldócer. Eso fue lo que Dios eligió usar para convencer a la junta de seguir adelante con el plan. Un plan que, debo añadir, era su plan.

He reflexionado con frecuencia en Ia amplitud de la logística que Dios utilizó a fin de que llegara esa carta a donde él necesitaba que llegara estuviera en el preciso momento que él necesitaba que estuviera ahí.

Dios envió una pareja desde Florida a Arcata, California, para encontrarse, a dos horas de camino en las colinas, con una familia que sabía que mi padre tenía una aserradora portátil; ahí se encontraron conmigo y mi esposa y nos convencieron de ir a Colombia con ellos. Dios permitió entonces que nuestro cheque se dañara, dejándonos destituidos en los escalones de la oficina de la asociación en Bogotá, justamente a tiempo de que pudiéramos encontrarnos con el pastor Niemann. Luego, ya de regreso en los Estados Unidos y habiendo aprendido a someter nuestra vida totalmente a él, Dios nos impresionó a donar el buldócer y a escribir esa carta al pastor Niemann. Y entonces Dios se aseguró de que la carta llegara a la hora del almuerzo en el día específico en que la reunión de la junta estaba decidiendo el destino de esa propuesta academia. ¡La sincronización de Dios es impecable!

Amigos, ¡servimos a un Dios asombroso! Para aquellos que están genuinamente sometidos a él, este tipo de experiencias se vuelven muy comunes, ¡pero nunca pierden su elemento de asombro!

Howard Williams, un misionero y pastor jubilado que prestó sus servicios en Bolivia, las Filipinas, Alaska e Idaho, vive actualmente en la región central de Oregón.

Traducción – Gloria A. Castrejón

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