9 de febrero de 2022 | Miami, Florida, Estados Unidos | Por Melchor Ferreyra

A todos en la vida nos toca pasar por diversas pruebas y es en esas ocasiones cuando nos damos cuenta de que lo que menos abunda en esos momentos, es la esperanza. Tratamos de encontrar una pronta solución a los problemas y, por el apuro y el deseo de ver todo resuelto, tomamos decisiones apresuradas, las que muchas veces no son las mejores.

Pero ante las pruebas, aquellas que solamente a través de la fe se pueden solucionar, se requiere revestirse de una paciencia que produce esperanza y esperar confiados en que la solución vendrá; pero no vendrá tal vez a nuestro tiempo, aquí y ahora, sino al tiempo de Dios (Hebreos 11:1; Colosenses 1:5). El tiempo de Dios puede ser traducido como esperanza, algo que va más allá de una solución aislada, sino que requiere de un proceso.

En el Nuevo Testamento, el tema de la esperanza, especialmente para el apóstol Pablo, no se refiere a una virtud aislada y casual; es un proceso, constituye un componente esencial e inseparable de la fe y el amor, de un todo dentro del Evangelio. Esto significa que la esperanza es un proceso. Cristo resucitado dándose en nosotros mismos por su Espíritu, el cual nos capacita para superar con paciencia toda resistencia al amor permanente e incondicional de unos hacia otros dentro de la comunidad cristiana y nos asegura la vida sin fin con él.

El apóstol Pablo nos dice en Rom. 5,3: “…nos gloriamos también de los sufrimientos, porque sabemos que el sufrimiento genera paciencia, la paciencia ser aprobado y el ser aprobado la esperanza y la esperanza no falla porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”. Aquí la esperanza, lejos de ser una virtud aislada, aparece como efecto de la paciencia y su fundamento es el amor de Dios ya dado al creyente. En este esquema, el sufrimiento ocupa un lugar capital dentro de ese proceso gradual que genera la esperanza. Al final, la esperanza no es un concepto o una definición. Para Pablo, es una persona, Cristo es la Esperanza. (1Tesalonicenses 1:3) Es producida por el Evangelio como acción salvadora para el individuo; por tanto, tiene una función práctica e integradora dentro del Evangelio, junto con la fe actuada por el amor. (Rom. 5: 3-5 1Cor. 13:13)

Para los que no conocen a Cristo, la esperanza es un valor que les permite sostenerse para salir adelante por sus propias fuerzas. Sin embargo, cuando ‘nuestras propias fuerzas’  se acaban, como en el caso de una enfermedad terminal o una muerte segura, ¿con qué nos quedamos? Bien dice la Biblia que sin Cristo vivimos sin esperanza.

Sin embargo, si eres un hijo de Dios, tienes una esperanza segura. Puedes tener ánimo en el día de la aflicción. En medio de una enfermedad o persecución, sabes que Dios tiene todo bajo control.

Esta esperanza en Cristo es para hoy y para el futuro. Es un ancla firme y confiable porque se basa en un Dios cuya promesa es eterna.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el fundamento de la esperanza siempre fue la seguridad de los creyentes en la fidelidad de Dios a las promesas hechas a sus hijos a través del proceso promesa – esperanza.

La esperanza, entonces, no es una virtud aislada, sino un elemento que forma parte de un todo, que es propiamente la justicia de Dios (Gal. 5:5) definitivamente revelada en el Evangelio (Rom. 1:17). Es todo un proceso que viene como resultado de la tribulación, prueba, fe y paciencia (Rom. 5:3-5) y que conduce a una confianza total en el poder salvador del Evangelio, teniendo a Cristo mismo como el centro de esta salvación.

Cristo es nuestra esperanza.

Melchor Ferreyra

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