Estoy saliendo de una larga batalla contra el Covid-19 que ha durado casi 8 semanas.
Todavía me es todo un desafío estar de pie, pues sufro de vértigo y debilidad, lo que convierte las más sencillas tareas cotidianas en un riesgo. Aun sentado, sufro de repentinos dolores de cabeza y constantes mareos.
Estos casi dos meses, de los que he pasado casi 7 semanas en cama, han transformado mi forma de ver la vida y sus prioridades. No soy el único que afirme esto. Se habla de “un mundo post coronavirus”, porque el mundo ya nunca volverá a ser el mismo. Nuestra vida, colectivamente y en el nivel personal, no volverá a ser la misma. De la manera como los atentados del 11 de septiembre de 2001 cambiaron el mundo y nunca volvió a ser el mismo, este virus está teniendo el mismo efecto.
El sábado 14 de marzo tuve un ataque repentino de asfixia. Estaba sentado tranquilamente en mi hogar y de pronto no podía respirar. Al principio pensé que podía ser una crisis cardíaca, pues ya tuve otras hace años, pero enseguida me di cuenta de que esto era diferente. Tuve que ponerme en pie para poder respirar y salí incluso al jardín en busca del aire que me faltaba. Me costaba mucho volver a llenar los pulmones de aire, tenía muchísimo miedo por esa sensación de asfixia y pensé que perdería el conocimiento en pocos segundos. Pero el Señor me ha conservado la vida. La fiebre vino después con una larga lista de síntomas, tos, ojos lagrimosos y falta de olfato; también eccema en la piel, taquicardias, bradicardias y dolores agudos en todo el cuerpo como si me estuvieran clavando hierros.
Durante mi vida he visto la muerte cerca de mí en muchas ocasiones. Durante estas semanas la he vuelto a tener muy de cerca; cuando, de repente, tenía una bradicardia y mis pulsaciones bajaban repentinamente de 100 a 40 por minuto o menos. Trataba de incrementarlas a fuerza de hiperventilar, pero eso era también otro desafío a causa de los ya dañados pulmones. Tenía miedo de dormir, porque estaba convencido de que, con las pulsaciones tan débiles, mi corazón no aguantaría latiendo más si me dormía. Tenía auténtico miedo, durante estas semanas, a perder la vida en cualquier momento.
En esos momentos clamas al Señor, porque eres consciente de que, en pocos segundos, puedes dejar de respirar para siempre. Uno pensaría que todas esas promesas bíblicas, tales como Salmos 91, 89, 23, que nos hemos estado enviando unos a otros a través de los medios sociales, mensajes de texto y otros medios, vendrían a la mente; pero, cuando se lucha por llenar los pulmones de aire, los pasajes bíblicos quedan en un segundo plano. Es algo difícil de explicar y, por supuesto, la experiencia de cada uno es diferente.
Aprendí con esta experiencia que no debo reprochar a los enfermos que no repitan entonces textos bíblicos para animarse a sí mismos. Y agradezco a las tal vez cientos y miles de personas que me siguen en redes sociales, que han estado orando por mi salud y la de mi familia. La Biblia nos anima a orar los unos por los otros.
Lo que sí me ha ayudado en esos momentos tan angustiosos, han sido los recuerdos. Es increíble cómo uno comienza a revisar su pasado en pocos segundos, pensando que se nos va la vida. En esa revisión de recuerdos encontraba otras “promesas” diferentes, pero que realmente me han dado valor y ánimo para continuar. Recordé cómo el Señor me ha preservado la vida de forma milagrosa en otras ocasiones.
Quiero compartir unos pocos de esos recuerdos que acudieron durante mi angustia. Recordé cómo en el año 1994 fui con ADRA para ayudar en Ruanda a causa de la guerra civil que acabó en genocidio. En aquellos meses el Señor me sanó de la malaria, en medio de la selva, donde no había carreteras, con un medicamento que luego supe que no era el adecuado. Fue un milagro. En otra ocasión, conduciendo el vehículo todo terreno por caminos en la selva, un soldado joven nos quiso robar. Me puso su metralleta en la cara y le hice frente, negándome a darle nada, porque ese vehículo y nosotros trabajábamos para ADRA, para Dios. A pesar de estar encañonándome con su arma, le hablé enérgicamente con gran enojo y tuvo más miedo que yo y nos dejó pasar. Mas tarde todo el equipo, mi esposa entre ellos, quien era entonces mi novia), me hicieron ver mi imprudencia, pues me podía haber volado la cabeza con apretar el gatillo… pero el Señor nos salvó entonces.
En otra ocasión, paramos por un niño soldado que no tendría ni 11 años. Lo subimos en la camioneta y, en un bache, se le cayó una granada en medio del vehículo… y seguimos vivos. Otro día nos metimos sin darnos cuenta en un posible campo de minas. El guía local, asustadísimo, me hizo parar en seco y, con muchísimo miedo, me rogó que diéramos marcha atrás por las mismas huellas que habíamos dejado. Hay muchas otras vivencias de esa época que tomaría mucho espacio relatar.
Años después, mientras aún servía en España, tuve, por causa de una situación muy particular, cinco crisis cardíacas con meses, e incluso semanas de diferencia. Y de todo aquello me salvó Dios sin dejar secuelas.
“Si el Señor me ha preservado todas esas veces, ¿cómo no lo va a hacer ahora?”, me decía a mí mismo. Dios, que me ha preservado, que me ha llevado y me lleva en su mano, me daba fuerzas y me hacía repetirme a mí mismo: “¿Crees que después de todo esto, te va a matar un virus? Y si me mata, que me mate”. Como en Daniel 3, tenemos un Dios que puede librarnos, pero si decide no librarnos, que sea su voluntad.
Mi agenda había sido sustituida por mi propio campo de batalla, una batalla para llenar de aire los pulmones. El mero hecho de ir al cuarto de aseo era un desafío casi imposible. Comenzar a descender por las escaleras de mi hogar, era una victoria. Sentarme media hora en el sofá de mi sala era una nueva alegría, aunque luego tenía que volver a la cama inmediatamente, luchando desesperadamente por meter aire a los pulmones. Mis victorias se han vuelto las más humildes que un ser humano pueda imaginar. Pocas veces he encontrado tanta grandeza y alegría en dar aunque fuera un solo paso, en permanecer derecho unos segundos, luego minutos. La perspectiva de lo verdaderamente importante ha ido cambiando en mí cada día.
Cuántos pastores hemos hecho sufrir a nuestras familias por “servir a Dios y a la Iglesia”, cuando el Señor jamás nos ha pedido tales sacrificios como abandonar o no dedicar suficiente tiempo a la familia. Agradezco el estar pasando por este proceso porque me permite redescubrir todo esto y conciliarme con mi esposa e hijos.
Nuestras iglesias han sabido salir adelante sin las reuniones semanales con presencia física en el templo. Hemos encontrado nuevos medios, alternativas, hemos hecho de cada hogar una iglesia. Hemos salido adelante porque, si recordamos bien, es la iglesia del Señor y no la nuestra. Esta iglesia es la que saldrá adelante a pesar de todo porque es su iglesia. Como dirigente, he descubierto que tengo que confiar aún más en el Señor de la Iglesia. No es de ningún pastor, director de departamento o presidente. El Señor ha guiado a su iglesia en el pasado, y lo seguirá haciendo ahora, quizás de forma o con métodos diferentes, pero siguiendo el mismo principio; ayudando a su pueblo a que cumpla el mandato evangélico de predicar a toda tribu, pueblo, lengua y nación.
El mismo Señor que nos “vació la agenda”, la volverá a llenar con nuevos proyectos, tal vez mejores, más eficaces y efectivos. Dejemos que sea él quien nos guíe a nosotros y a su Iglesia.
Pedro Torres es director de Comunicaciones de la Unión Franco-Belga-Luxemburguesa, con oficinas en Francia.