Ostuacán, Chiapas, México, 25 de abril, 2008…Ansel Oliver/ANN
Carolina Hernández Cruz no va más a la escuela. Sufre de estrés post traumático después de perder a su padre y dos hermanas en un deslizamiento de tierra en las inundaciones del año pasado en el sur de México. Este fue uno de los peores desastres en la historia del país.
La jovencita de 17 años recuerda que deseaba ser abogada cuando creciera. Ahora, Cruz pasa sus días como cocinera para los residentes sobrevivientes de su aldea que viven en campamentos, tipo refugio, hechos de madera por el gobierno. Cruz parece confundirse cuando se le hacen preguntas más bien sencillas, tales como, “¿Qué te gustaría hacer?” y “¿Cuáles son tus pasatiempos?”
“Este tipo de situación la he visto antes”, dice su pastor, Atanacio Ramírez Ramírez, de 36 años, al hablar por medio de un traductor. “Las personas pueden, por un tiempo, perder interés en el desarrollo personal”.
Ramírez ha sufrido sus propias adversidades al ministrar después que el desastre destruyó cuatro de sus 15 iglesias y mató a 14, de sus casi 200 miembros.
“Fue triste y difícil a la vez”, recuerda Ramírez. “No podía asistir a todos los funerales. Algunos se produjeron simultáneamente”.
A pesar del dolor y la pérdida, los líderes de la iglesia adventista del séptimo día aquí y en las regiones circundantes, dicen que una cosa curiosa ha sucedido en los seis meses que han pasado: la asistencia, las donaciones y el espíritu de dedicación ha aumentado. Ello refleja la forma generosa observada luego a través de todo el país. La ofrenda de agradecimiento de este distrito aumentó en un 16 por ciento este año, comparada con la del año pasado.
“A veces no podemos explicar esto”, dice Felipe Domínguez, director de comunicación para la iglesia en el Estado Sur oriental de Tabasco, que experimentó una generosidad parecida. “¿Cómo personas, aún sin trabajo, pudieron ser tan generosos»?
”Mientras algunas comunidades menores afectadas, habiendo perdido todo, todavía sufren, otras se han recuperado, o están reconstruyendo. Y en medio de todo esto, los oficiales de la iglesia no pueden sino ver que la aprobación para una universidad en Villahermosa se acelera más, cinco años después que las solicitudes requeridas fueron presentadas. La participación de la comunidad durante el desastre ayudó a la organización protestante a obtener una escuela tal en el estado, dicen los líderes de la iglesia allí.
“La iglesia aquí en Tabasco tiene una historia de ayudar a la gente en la comunidad”, dice Hébar García, presidente de la iglesia en la región. “Invertimos en una clínica ambulatoria, y pudimos ayudar durante ese tiempo”, dice él, reconociendo la ayuda de las regiones administrativas de la iglesia, las inmediatas, así como de las de ultramar.
Junto a muchas organizaciones nacionales, la iglesia adventista fue objeto de reconocimiento especial por sus esfuerzos para aliviar la situación, los cuales incluyeron lugares de refugio bien administrados y clínicas ambulantes equipadas con médicos voluntarios, muchos de los cuales eran estudiantes de medicina de la Universidad Adventista de Montemorelos en el oriente de México.
Una tarde—hace poco—en Villahermosa, algunos de la localidad se mostraron muy anhelantes por señalar las manchas que el agua dejó cuando 80 por ciento del estado de Tabasco permaneció sumergido, en algunas partes, por más de un mes. Lluvias torrenciales en octubre, acompañadas de desbordantes represas, causaron inundaciones y deslizamientos de tierra. Bolsas de arena, tan altas como 10 pies, todavía cubren cientos de yardas de andenes, impidiendo la parada frente a las casetas de buses.
En Juan de Grijalva, Teodoro Sánchez Morales, un miembro de iglesia, está parado en un montículo de concreto justo después del aún distendido Río Grijalva. “Esta era mi casa”, dice el hombre de 57 años. Su padre murió en el derrumbe. Cerca, trabajadores en camiones, excavadoras y buldózeres remueven montañas de escombros que, parcialmente, aún impiden que el río fluya con normalidad.
Las necesidades para esta comunidad ahora son techo y agua, dice Ramírez, el pastor del distrito. “Tienen agua potable, pero el sabor es horrible”, dice Ramírez.
Él dice que sus miembros de iglesia también quieren sentirse acomodados otra vez. “Quieren saber, esta es mi casa, esta es mi vida, aquí estoy”.
Temprano ese día, mientras se paraba sobre una loma desde la que se divisaba el pueblo destruido, Ramírez señaló hacia el valle, al otro lado del río, hacia un punto amarillo ampliamente visible.
“Esa es la iglesia”, dijo.
¿Cómo llegó allá?” preguntó un visitante.
«Estaba allá arriba», dijo señalando hacia arriba del río. “Pero la iglesia fue barrida corriente abajo cerca de 100 yardas».
Cerca de 30 residentes de la ciudad que sobrevivieron se reunieron esa mañana en la Iglesia Adventista de Ostuacán cerca de su campamento de refugios de madera para compartir sus experiencias durante la tragedia. Una niña, caminó por el pasillo del centro y le dio un papel toalla a una mujer que temblaba de pesar.
“Estoy agradecida a todos los países y a la iglesia por su ayuda”, dijo María Guatalupe Cruz, de 34 años, la madre de Carolina, que sufre de estrés post traumático. María perdió su esposo y dos hijos en el desastre.
“Todo lo que tenemos para vivir ahora es generosidad”.
— Raul Lozano contribuyó a esta historia.